PORQUÉ SOMOS MACHISTAS.
Quienes nacimos en los ’50, vivimos más de dos décadas de formación machista. Total, y absolutamente machista. Y no hablo del Paraguay. Hablo del mundo.
A fines de los ‘60, principios de los ’70, una suave brisa de igualdad se percibía en algunos países latinoamericanos, pero los milicos pusieron los ventiladores a toda puta y las brisas se fueron al carajo. Así de simple. Al machismo impuesto por la publicidad y la educación institucional (y la familiar también, claro) se sumó la imposición de las dictaduras militares. Especialmente de militares muy machos, tanto que ni querían ver a una mujer, salvo que fuere para torturarla.
Sacudidas las dictaduras en los ’80, empezamos tímidamente a convivir en la mayor armonía posible con la igualdad. Y ahí, en muchos casos con justas razones, en otros por moda y en otros por… por… no sé por qué (o sí, pero no importa) empezaron con el tema del EMPODERAMIENTO FEMENINO.
Como fui educado en una sociedad machista no puedo cambiar mi condición de tal de un día para el otro, aunque lo intento. Y mucho. Lo que más me cuesta es ajustarme al desbalance. Entiendo que durante muchos (¡muchísimos!) años las mujeres se vieron dominadas, postergadas, abusadas, ninguneadas por la sociedad machista. La misma a la que ellas, como madres, maestras, hermanas mayores o vecina de la esquina contribuían con el “eso es cosa de mujeres” (a los chicos) o “apurate que tu marido ya llega y te va a fajar” (a las casadas jóvenes). Incluso, la legendaria matriarca de la TV argentina, Doña Mirtha Legrand, le preguntó a una mujer golpeada qué había hecho ella para que el marido la golpee. Pese a que inmediatamente pidió disculpas, su “lapsus” mostró lo arraigado de una idea latente en varias generaciones (que la susodicha acumula en su propia existencia).
Decía que me cuesta ajustarme al desbalance. Es como una frenada brusca. La inercia nos va a hacer dar de cara contra el parabrisas, aunque usemos cinturón de seguridad. Y lo del cinturón también es cosa nueva. Como lo del empoderamiento en aras del cual todos los hombres pasamos a ser malos.
Junto al hábito de que al sentarme a la mesa no quiero levantarme a buscar nada (entre muchos otros), tengo también el de servirles las bebidas a las mujeres que compartan mi mesa, abrir la puerta del auto, ceder el paso, acomodarles la silla, etc. etc. Ahora bien, cuando al servir la bebida, por ejemplo, me dicen “dejá, no soy manca” ya me empieza a doler el hígado. Si al cederles el paso me dicen “dejá de joder, pasá, boludo” el dolor del hígado se amplía y ya comienza a manifestarse en zonas más dolorosas. Y si en el grupo en el que estoy escucho “¡Por favor! todos los hombres son iguales. Cortados por la misma tijera. Hay que tenerlos cortitos” ya las zonas doloridas explotan y desaparezco subrepticiamente para no perder mi cuota de caballerosidad y dar paso al machismo dominado.
Cuando leo o escucho los casos de padres que no pueden ver a sus hijos porque sus ex los usan de rehenes, me preocupa mucho eso del empoderamiento. Casi me suena a revancha. A revancha bíblica con eso de justos y pecadores.
Soy un machista convencido de que debo poner el pecho en defensa de una mujer y admiro a las feministas que defienden sus derechos.
Repruebo y aborrezco a los falsos machistas que golpean a las mujeres y a las mujeres que abusan de la dignidad de algunos hombres.
Quizás algún día, varones y mujeres, machos y hembras, podamos marchar juntos por el mismo camino que nos lleve a un destino de alegría, paz, felicidad, amor… unidos por las diferencias, las similitudes, las coincidencias y las discrepancias que nos hacen hermosamente distintos en la innegable igualdad de nuestra común condición humana.
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